Ni el propio Daniel Goleman podría dar crédito a la omnipresencia del término inteligencia emocional desde que en 1995 publicara su best seller mundial. Solo en Google la búsqueda arroja 15 millones de resultados aproximadamente. Aunque surgió para dar a conocer los descubrimientos sobre el cerebro y las emociones y sus implicaciones en las escuelas y el desarrollo infantil, ha sido una magnífica sorpresa su influencia en el mundo empresarial respecto a una nueva forma de concebir el liderazgo empresarial: “mandar con corazón”.
La inteligencia emocional entendida como el adecuado conocimiento y gestión de las emociones dispara la eficacia del liderazgo. El líder tiene la tarea fundamental de despertar los sentimientos positivos de sus colaboradores: la inspiración, el entusiasmo, la motivación… Ese clima es el más propicio para que se desarrollen las personas y saquen lo mejor que llevan dentro: su talento.
El modelo de Goleman se centra en la conducta, en el rendimiento laboral y en el liderazgo en las organizaciones. Tiene dos competencias principales (personal y social), que dan lugar a cuatro dominios (autoconciencia, autogestión, conciencia social y gestión de las relaciones), que en total abarcan dieciocho capacidades asociadas. Profundizaré un poco en ello:
- La competencia personal se refiere a la relación que tenemos con nosotros mismos: autoconciencia y autogestión y es la buena correlación entre ambas la que lleva al autodominio, es decir, alcanzar el estado cerebral más adecuado para realizar una tarea. Estas capacidades son las que permiten que una persona tenga un excelente rendimiento en cualquier ámbito y en una organización distingue a aquellas personas con una gran aportación propia, “las estrellas solitarias”. Dominar la autoconciencia significa ser consciente de las emociones propias y reconocer su impacto, conocer las fortalezas y debilidades de uno y, además, mostrar seguridad y objetividad en esa valoración, es decir, tener autoconfianza. Por otro lado, el dominio de la autogestión muestra la capacidad para manejar adecuadamente las emociones incluso en situaciones de conflicto, de adaptarse a los cambios superando los obstáculos y de trabajar desde la excelencia con iniciativa propia y una conducta positiva.
- Por otro lado está la competencia social, que determina el modo en que nos relacionamos con los demás. La conciencia social, abanderada por la empatía, significa compenetrarse con las emociones de los demás comprender sus puntos de vista y mostrar un interés auténtico por las cosas que les preocupan. En un contexto global como el actual, en el que se reivindica cada vez más la diversidad, es clave para llevarse bien con personas de otros orígenes y culturas. Y qué decir de la capacidad para reconocer y poder satisfacer las necesidades tanto de clientes, como de colaboradores y compañeros en una organización. Y, en esta vertiente social, la gestión de las relaciones es fundamental para influenciar e inspirar. Se trata, por ejemplo, de contribuir a que los demás desarrollen sus habilidades a través del feedback como motor de desarrollo personal y de los equipos de trabajo. En el cambiante entorno actual permite catalizar los cambios y la gestión de los conflictos que llevan implícitos, y es muy relevante para la creación y colaboración en los equipos de trabajo.
Travis Bradberry, presidente de TalentSmart, probó la inteligencia emocional junto con otras 33 habilidades importantes en el lugar de trabajo y descubrió que es el mejor predictor de rendimiento (mucho más que el cociente intelectual), lo que explica un 58 por ciento de éxito en todos los tipos de trabajos. Es tal el impacto de la inteligencia emocional en el éxito personal y profesional que en su informe “El futuro de los empleos (2016)”, el Foro Económico Mundial hacía un listado de las que consideraba que serían las diez competencias más demandadas por las empresas en el horizonte de 2020, y requieren precisamente importantes dosis de control socioemocional.
El gráfico inferior del Foro Económico Mundial muestra cuáles serán en 2020 las habilidades más importantes y cuáles lo eran hace tres años:
La capacidad de resolver problemas complejos, el pensamiento crítico, la creatividad, la gestión de personas, la coordinación con los demás, la inteligencia emocional, el juicio y la toma de decisiones, la orientación al servicio, la negociación y la flexibilidad cognitiva conforman ese horizonte de habilidades anheladas. Por tanto, se entiende, como señalaba en mi post El reto de ser aprendices permanentes en el siglo XXI, que “la educación debe dar un giro radical desde la memorización de contenidos hacia el desarrollo de las habilidades necesarias en la era digital”, y que la inteligencia emocional se encuentre en el top 10 de esas competencias que contribuirán a que, poco a poco, se cierre la brecha entre formación y empleo.
Rafael Bisquerra apunta que el “analfabetismo emocional” de nuestra sociedad contribuye a explicar la prevalencia de casos de ansiedad, estrés, adicciones, violencia, conflictos o comportamientos de riesgo. Y eso justifica, en su opinión, la necesidad de desarrollar competencias emocionales básicas para la vida que no están contempladas en ninguna etapa de la formación reglada.
Y yo me pregunto, ¿la instauración de competencias emocionales en infantil, primaria, secundaria y universidad, tanto a alumnos como a docentes, no contribuiría a un mayor éxito académico y profesional y a un mejor desarrollo presente y futuro de las personas frente a los nuevos tiempos?
¿Sabíais que hasta mediados del siglo XX la mayoría de los ciudadanos no practicaban deporte porque desconocían su beneficio? Ya llegamos tarde con el cuerpo, ahora en este siglo nuestro reto es cuidar y entrenar la mente. Y la clave para desarrollar más inteligencia emocional es la neuroplasticidad. El cerebro -qué gran noticia- sigue creciendo y moldeándose toda la vida, en un proceso de aprendizaje sistemático. Por tanto, las competencias no son innatas, es posible desarrollar una inteligencia emocional alta incluso si no se ha nacido con ella.
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